sábado, 7 de mayo de 2011

Madame Bovary

(fragmento)
de Gustave Flaubert


(...)

Su marido, mientras comían, hallóle buena cara; pero ella tenía una expresión como de ausencia cuando le preguntó por el paseo; permaneció sin responder, con el codo al borde de su plato, entre las dos velas que ardían.

-¡Emma! –dijo él.

-¿Qué?

-¡Bueno! Esta tarde pasé por casa del señor Alexandre; tiene una vieja potranca, todavía bastante buena, sólo que algo derrengada en las rodillas, y que nos venderían, estoy seguro, por un centenar de escudos…

Añadió:

-Hasta, como creí que sería de tu gusto, me la he quedado… la compré… ¿He hecho bien? Dímelo, pues.

Emma volvió la cabeza asintiendo; luego, un cuarto de hora después:

-¿Sales esta noche? –preguntó.

-Sí. ¿Por qué?

-¡Oh! Por nada, querido.

Y, en cuanto se vio libre de Charles, subió a encerrarse en su cuarto.

Al principio, sintió como aturdimiento; veía los árboles, los caminos, los fosos, a Rodolphe, y sentía aún el apretar de sus brazos, mientras el follaje se estremecía y los juncos silbaban.

Pero, viéndose en el espejo, se asombró de su cara. Nunca había tenido los ojos tan grandes, tan negros ni de semejante hondura. Algo sutil esparcido sobre su persona la transfiguraba.

Se repetía: “¡Tengo un amante! ¡Tengo un amante!”, deleitándose con esta idea como con la de otra pubertad que le hubiera sobrevenido. Iba, pues, a conocer aquellos goces del amor, aquella fiebre de la dicha de la que había desesperado. Entraba en algo maravilloso, donde todo sería pasión, éxtasis, delirio; una inmensidad azulada la rodeaba, las cumbres del sentimiento centelleaban bajo su pensamiento, la existencia ordinaria sólo aparecía a lo lejos y abajo, en la sombra, entre los intervalos de aquellas alturas.

Se acordó entonces de las heroínas de los libros que leyera, y la legión lírica de aquellas mujeres adúlteras se puso a cantar en su memoria con voces paternales que la hechizaban. Ella misma tornábase como parte verdadera de aquellas imaginaciones y realizaba el largo ensueño de su juventud, al considerarse perteneciente a aquel tipo de enamorada que tanto había envidiado. Por lo demás, experimentaba una satisfacción de venganza. ¿No había sufrido bastante? Pero ahora triunfaba, y el amor, tanto tiempo contenido, brotaba por entero con hervores alborozados. Lo saboreaba sin remordimiento, sin inquietud, sin enturbiamiento alguno.

(...)
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