Mucho hace que no escribo.
No es que no pasan -me pasan- cosas, sino que no sé qué cosas contar de todas las que pasan por mi cabeza, o si en definitiva alguien leerá o no lo que escriba. Aunque si lo pienso mejor, debería aprovechar la no existencia de público para descargar las miserias y tristezas que habitualmente en un diario íntimo se descargan.
Confundida muy estoy, interpretando golpes y caricias verbales que quizás no existen, diciendo cosas que no debo, contando algunas que me comprometen y exponen, haciendo preguntas de las que no quiero saber las respuestas. Virtual y físicamente.
Toda esa confusión de ideas se mezcla con el recientemente adquirido -elegido- desempleo. Renuncié al trabajo para poder terminar, de una vez por todas, la carrera. En el 2003 empecé a trabajar en un local, para no tener que pedir plata a mis padres mientras estudiaba, y nunca dejé de hacerlo. Sólo la primera mitad del 2011 estuve ociosa, hasta que empecé a trabajar en un estudio. A los dos años renuncié. Por primera vez en diez años estoy dedicándome a la facultad tiempo completo.
Lástima que no me estoy dedicando a la facultad. El tiempo es tanto que no sé cómo carajos administrarlo y se está volviendo un enemigo. Tengo tantas cosas para hacer, y tanto tiempo para hacerlas, y no sé cómo.
Y como el tiempo es mucho, el ocio es abundante, y permite que el cerebro funcione. Cuando el cerebro funciona demasiado, se descompone. Se obsesiona. Se encanta y desencanta. Recorre distancias irrisorias para intentar concretar situaciones idílicas e imposibles. Sueña con cambios de paradigma.
Y por qué será que cuando logro contener y censurar las lágrimas, de forma aleatoria e inesperada aparecen las baladas de Aerosmith que tan lacrimógenas y tan brokenhearted son.
No puedo administrar mi tiempo. No puedo administrar mi cabeza. No sé cómo sigo existiendo.